Luang Prabang es la ciudad mas antigua de Laos, capital religiosa y Patrimonio de la Humanidad…
Pero en realidad es una ciudad pequeña, o un pueblo grande de 16.000 habitantes, que apenas se reconoce desde el Mekong por sus casitas bajas de 2 o 3 alturas máximo, rodeadas por una ribera de arboles tropicales, ya que forma una península enmarcada entre los ríos Mekong y Nam Khan.
La primera vez llegué hasta Luang Prabang bajando el rio Mekong, durante dos días, desde la ciudad fronteriza de Tailandia, Huay Xay. El primer contacto con esta población de aire colonial fue una pequeña locura, los tuktukeros se arremolinaban en las escaleras del puerto para venderte su ‘hostel’. Me escabullí, y arrastré mis pasos tranquilos por las distintas calles, las más alejadas del jaleo, en busca de mi refugio tranquilo donde hacer base por unos días para explorar la ciudad y los alrededores.
Una vez elegido mi hostal me lancé a a descubrir la ciudad a las luces de los farolillos, me adentré en el mercado de artesanía local… ¡una maravilla! Cada tarde cortan un largo trozo de la calle principal. En silencio, apaciblemente, las mujeres preparan sus puestos, extienden la mercancía delicadamente, como un ritual. Tiene algo de marketing innato, las cosas te atraen por la vista, y lo bien expuesto bien parece.
Me llaman la atención la originalidad de sus telas, sus colores, sus sarongs, bolsos, vestidos, pinturas, abalorios… tan diferente a los típicos mercadillos de turistas que parece que vendan lo mismo en cualquier país del mundo.
Pero lo que más me atrae es la paz que respira el mercado. Las mujeres apenas hablan, o es que no se las oye al hablar. Nada de voces altas reclamando tu atención, solo oyes a cada paso el hola de Laos que suena como una canción… “Sabaidee” (digase ‘sabaidi’ alargando la i final). Y solo cuando te paras ante su puesto te indican los precios de la mercancía, y se vuelcan en mostrarlos… Pero sino siguen a lo suyo, rodeados de sus niños. Porque esto es lo mas impactante para mí, todas las vendedoras tienen a sus hijos junto a ellas: las niñas que ayudan en la venta, y los más pequeños, que juegan, comen, duermen en la esterilla… y los bebés directamente sobre la mercancía.
Me enamora este mercado, con sus escenas únicas, los juegos de los hermanos, el sueño de los bebes, las sonrisas, las sonrisas y las sonrías de mujeres y niños, les preguntas si les puedes hacer una foto, y te sonríen casi pidiéndote que la hagas…
Otro mercado al que volvería cada noche en mi estancia en Luang Prabang es el mercado de comida nocturno que hay junto al artesanal. Es una calle pequeña en la que puedes encontrar una gran variedad de comida de Laos: arroz, noodles, rollitos de primavera fritos (al estilo vietnamita) en muuucho aceite de soja, pescados del Mekong y carnes a la parrilla. Todo en un buffet en el que repetir.
Allí te encuentras a todo el mundo, a los viajeros con los que coincides una y otra vez, mis compañeros de barco, mis nuevos amigos de viaje. Y acabamos la noche en los garitos del barrio más ambientado. Con su rollo chillo out me trasladan a las playas de Cádiz… tumbados en esterillas en el suelo, o sentados entre los árboles tropicales, escuchando buena música, charlando con multitud de nacionalidades, bebiendo Beerlao y jugando a las cartas o al futbolín. Sí, sí el futbolín, ese invento español que ha llegado tan lejos.
Y es que la noche es un gran contraste con el Luang Prabang. De día la ciudad se transforma, vuelve a mostrarse como dormida, en un absoluto relax. Pasear al acecho de templos, de calles y edificios coloniales. La ciudad conserva mucha influencia francesa, no solo en la arquitectura, también en la cocina: pasteles, crepes, y sandwiches estilo baguette se ofrecen por doquier.
Hay que dejarse llevar en un precioso recorrido por el paseo que rodea la península. Una escapada a las cascadas con baño incluido, recorridos en tuk tuk por la naturaleza que rodea la ciudad ¡y como no! masaje estilo Laos, que no deja de ser una versión light del tailandés.
Como guinda, antes de dejar esta ciudad tan especial, hay que darse un buen madrugón a las 5 de la mañana para ver el Binthabat. Esto es la tradicional recogida de comida.
Casi todos los hombres de Laos al terminar los estudios pasan una temporada como monjes, solo hacen dos comidas al día y son las que reciben de la caridad de los ciudadanos, las mujeres en Laos cocinan cada mañana para sus familias y para los monjes.
Las familias madrugan, preparan su puesto en la calle a la espera de las largas filas de monjes que les ofrecen las cestas en las que les echan la comida, y esta consiste en arroz glutinoso, galletas, y frutas… Lo más bonito es ver como toda la familia participa de ello; y lo más impactante ver, que a esas horas en que empieza a clarear el día, las calles son un hervidero de actividad…
Es difícil decir adiós a una ciudad tan especial, que cala hasta los huesos como la humedad de los ríos que la rodean. Por eso mejor que decir adiós diré ‘sabaidee’, que a la postre lo mismo vale para hola que para adiós… o quizás para un hasta pronto.
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